Para
ese momento, habíase ya habituado al encierro. No era culpa ni decisión suya.
Tampoco lo era de alguien más. Incluso podía decirse que no era de nadie. Simplemente,
el niño hallábase encerrado en aquella enclaustrada habitación desde que tenía
memoria.
No
se hallaba a oscuras, o al menos no todo el tiempo. Durante el día la luz del
sol inundaba el recinto a través de los altos huecos en la pared oriente que
hacían las veces de ventanas permanentemente abiertas. Podía llegar a ser algo
molesto, ya que en esas horas de ininterrumpida iluminación no había mucho
lugar dónde esconderse del sol sin que éste le achicharrara la piel. Durante la
noche, la habitación encontrábase abandonada de toda iluminación, aunque no de
toda calidez.
El
niño había visto el exterior algunas veces, cuando lograba apilar algunas cajas
y objetos grandes que encontraba a su alrededor bajo una ventana. Subíase a
ellos, y contemplaba el panorama: amplios pastizales tan verdes que los tenía
que encarar con los ojos entrecerrados. Animales de todo tipo, arrancando
algunos vegetales y corriendo de un lado a otro con vivacidad. El cielo
antojábasele de un color perfecto, casi celestial. Sin embargo, todo ese
encanto terminábase al atardecer, cuando veíase obligado a descender y acomodar
cada cosa en su lugar.
Eventualmente
pasaban algunas personas por la ventana, pero debido a su altura, lo único que
el niño alcanzaba a ver desde el interior eran los sombreros de la gente. Le
causaba gran curiosidad el ver pasar esos sombreros de paja de colores tan
parecidos pero tan distintos a la vez. Había soñado ya varias veces con un
sombrero de paja. Uno propio. Pero dentro de la habitación no había ninguno y
él nunca había salido al exterior.
Tiempo
atrás, el niño había descubierto una puerta, grande y pesada. La madera
hallábase algo desgastada, incluso habían pequeños surcos en ella. Sin embargo,
nunca se le había ocurrido abrirla, no encontraba necesidad de hacerlo. Gracias
al abundante sol y la humedad del lugar, crecían unas plantas de fruta en el
interior del lugar, dándole alimento y sustento al niño.
En
una ocasión, una ráfaga de aire entró por la ventana, despertando al niño.
Éste, sin inmutarse, trató de volver a dormir. Fue entonces cuando una ráfaga
de aire aún más veloz siguió a la primera. Un ruido como de algo ligero al aire
fue incrementando de volumen hasta detenerse en una de las paredes: en la pared
de la puerta. Al parecer, ese algo habíase atorado en la puerta, y luchaba por
librarse de ella. El niño sintió una corazonada al respecto, y fue entonces
cuando se le ocurrió halar de la manija de la puerta para abrirla. Al
principio, la asió con inseguridad, pues nunca lo había hecho. Al tocarla y
sentir su fría temperatura, la retiró apresuradamente. Mientras tanto, ese algo
aleteaba al otro lado de ella. Armose de valor y tiró de la puerta. Impulsado
por el aire, aquel objeto que había estado haciendo ruido estrellose a toda
velocidad contra las rodillas del niño, llamando su atención. El viento dejó de
fluir por el lugar con tanta rapidez, y dejó que el niño tomara aquel objeto
que había llegado hasta sus manos de una manera tan inesperada.
De
inmediato supo que lo que tenía entre los dedos era un sombrero. Un sombrero de
paja. Éste le había enseñado el camino al niño hacia cómo abrir la puerta y
librarse de sus cadenas. Entonces levantó la vista hacia el exterior,
hacia un campo que nunca en su vida había visto y se colocó el sombrero en la
cabeza. Sonrió al cielo mientras una lágrima atravesaba su rostro. Respiró
profundamente antes de su siguiente movimiento y retuvo el aire en sus pulmones lo
más que pudo. Finalmente, cerró la puerta y fue a sentarse en una caja justo en frente de
una ventana, donde el sol entraba con más fuerza. Por eso había llegado el
sombrero a su puerta: para taparle el sol de la cara por las mañanas.